¿Quién compraría un producto que anuncian con el mensaje “pague dos y lleve uno”? Si la oferta es así, a secas, nadie compraría; solo un tonto lo haría. Pero si se trata de una situación en la que un vendedor ingenioso parte de llamar la atención con una oferta absurda, no hará la oferta a secas, la planteará en un contexto de incertidumbre; por ejemplo dirá “lleve uno que dura un año por el precio de dos que solo duran un mes”.
Entonces, probablemente tendrá algunos compradores que a “ojo cerrado” le crean lo que dice, y otros que deciden hacerlo solo después de responderse satisfactoriamente algunas preguntas como las siguientes: ¿Es cierto que el más barato dura solo un mes? ¿es cierto que el más caro dura un año? ¿cuáles beneficios me ofrece el más barato que no me ofrezca el más caro?, etc.
También es posible que le compren aquellos que regulan su comportamiento por la economía a mediano plazo; y, definitivamente, no le comprarán quienes en el momento solo tienen dinero para adquirir el más barato. Es poco probable que alguien se dedique a hacer cálculos complejos acerca de la magnitud del ahorro, pero probablemente sí habrá muchos que se guíen por justificaciones simples para comprar el menos económico: “qué importa si dura menos, ese es el que me gusta”, “más vale malo conocido que bueno por conocer”, “alguna trampa debe existir en esa oferta tan buena”, etc.
Todos sabemos que las situaciones de conflicto en las que se precisa una toma de decisiones en la vida cotidiana son situaciones de incertidumbre, donde buena parte de la información está ausente y tenemos que inferirla de alguna manera; resolvemos los conflictos “pequeños” que nos plantea el diario vivir apelando a la información de la que disponemos, moviéndonos en un contexto en el que suele predominar la intuición o el sentido común. La intuición es un razonamiento ligero que nos lleva a decidir y hacer lo que nos resulta más viable, guiados por impresiones que reemplazan a los juicios, aunque eso que decidamos y hagamos diste de lo óptimo en términos de poder conducirnos a obtener lo que nos hayamos propuesto lograr (economía, cumplimiento de metas laborales, buenas relaciones con otros, satisfacción, evitación del malestar, un matrimonio feliz, etc.).
Herbert Simon, premio nobel de economía en 1978, obtuvo ese preciado galardón por sus análisis acerca de la forma en que nos comportamos los humanos en esas situaciones de incertidumbre, actuando al amparo de lo que él denominó “principio de racionalidad limitada”. La esencia de la racionalidad, bajo esta óptica de análisis, radica en tomar decisiones eficaces, por su capacidad de conducir al logro de alguna meta, en condiciones de mayor eficiencia, es decir, al menor costo posible.
Ante el reconocimiento de la imposibilidad de hacer lo más racional debido a las inmensas limitaciones de nuestros cálculos y de nuestras capacidades, hacemos apenas lo más “razonable”. Todos tratamos de hacerlo con la mejor intención; con toda seguridad no hay ninguna mala intención en la persona que decide aliviar su dolor tomando licor, ni en la que decide educar con castigos a sus hijos, o en la que opta por hacer lo que el medio social le aprueba; con razón un refrán popular afirma que de buenas intenciones está sembrado el camino del infierno. Aunque debemos reconocer que, si hay intención, es decir, decisión, siempre será menos probable que haya estupidez; se incrementa la probabilidad de la estupidez cuando se hace algo sin siquiera haberlo decidido, pues la decisión implica hacer balances previos.
¿Cuál podría ser una especie de guía para la racionalidad? Si existen algunas guías para jugar bien ajedrez o damas chinas, también puede haber algunas para pensar un poco más racionalmente. Creo que Sócrates trazó un camino para la búsqueda de la racionalidad a través del cuestionamiento; por eso pienso que ya no el diálogo socrático, sino el “monólogo socrático”, puede ser una guía factible.
Considero el monólogo, no porque descarte la bondad del diálogo, sino porque la mayor parte del tiempo sólo dialogamos con nosotros mismos; es lo que permanentemente hacemos. Por supuesto se trata de un monólogo que necesitamos planificar de alguna forma, con el fin de que nos ayude a valorar el alcance de nuestra racionalidad limitada.
El asunto puede hacerse sencillo, pero no es algo elemental. La metáfora del monólogo socrático es una figura que sugiero para representar un sistema de preguntas que conduzcan a fijar la atención sobre aspectos claves de la racionalidad en la toma de decisiones; es una especie de homúnculo dentro de mi cerebro que actúa para sugerirme preguntas claves, de cuyas respuestas van a depender mis decisiones.
No se trata de las preguntas clásicas a las que obliga la racionalidad limitada, que se refieren a la justificación de las ocasiones en que se amerita una toma de decisiones, de ponderación de las posibles soluciones a un problema, y de elección de una alternativa razonable.
Son otras preguntas, que se van a formular desde la perspectiva del proceso motivacional. Es un monólogo porque está diseñado para practicarse en el auto-diálogo; es decir, es un sistema de auto-instrucciones. Es socrático porque se basa en el uso sistemático de la pregunta, es decir, es un sistema de cuestionamientos.
El monólogo socrático está constituido, precisamente, por un conjunto de reglas simples cuya práctica nos conduce a pensar mejor. Si se deben practicar reglas simples para jugar mejor ajedrez, también es preciso hacerlo para pensar mejor.
Otro premio nobel de economía, Daniel Kahneman, quien obtuvo ese galardón en 2002, ofrece una perspectiva de análisis sobre el proceso de toma de decisiones que me parece útil para planificar el monólogo socrático. Este investigador, junto con Amos Tversky, propone la Teoría del Prospecto, en la cual resalta la existencia de un sistema de pensamiento rápido, necesario para poder funcionar en la vida cotidiana, que debe ser controlado por otro segundo sistema, de pensamiento más lento, que es el que puede garantizar un mejor funcionamiento del sistema de pensamiento rápido, para que este sea más eficaz y más eficiente.
El monólogo socrático es una guía de preguntas que conduce al cuestionamiento sobre aspectos básicos que deben cumplirse cuando aplicamos el sistema de pensamiento lento para controlar al de pensamiento rápido, a fin de garantizar una mejor racionalidad. El aporte que se deriva de la Teoría del Prospecto radica en que nos suministra los blancos u objetivos a los cuales se pueden dirigir los cuestionamientos.
Esos blancos, desde el punto de vista motivacional, son los esquemas de pensamiento en que nos basamos para formarnos una perspectiva de tiempo pasado y una perspectiva de tiempo futuro acerca de algo. En la Teoría del Prospecto, a esos esquemas se les denomina sesgos y heurísticos. Hacer preguntas acerca de los sesgos y de los heurísticos que están detrás de nuestras decisiones, puede ser una guía válida para el monólogo socrático.
Es simple: en una situación problema cualquiera nos motivamos a hacer lo que creemos que funciona mejor de acuerdo con nuestra experiencia pasada, directa o indirecta, y lo que creemos que nos va a redituar los mejores frutos, de acuerdo con nuestras expectativas hacia el futuro. ¡Más claro no canta un gallo! Pero, ojo, ese gallo puede tener disfonía a la hora de dibujarnos el pasado y de pintarnos el futuro. Veamos.
Requerimos del pensamiento rápido para responder con agilidad, pues esa agilidad es un principio adaptativo básico (? camarón que se duerme ?.). Pero la agilidad del pensamiento puede ir en detrimento de su racionalidad, más aún si en la situación hay elementos de incertidumbre. El pensamiento automático proporciona la agilidad, pero, en casos de incertidumbre, incrementa la probabilidad de error.
Allí es cuando entra en juego el pensamiento lento. Sin embargo, éste no entra a jugar espontáneamente; solo entra cuando lo llaman y el árbitro lo autoriza; entrar sin autorización es privilegio del pensamiento rápido. ¿Qué hacer? Lo necesario: llamarlo y autorizarlo para que reemplace al pensamiento rápido.
Esta es la función del monólogo socrático; es un árbitro que, utilizando cuestionamientos, llama y autoriza a los juicios producidos por un pensamiento más lento pero más atinado, para que reemplacen a las impresiones automáticas, más rápidas pero más erráticas.
Unos (los juicios) y otras (las impresiones) tienen gran valor y capacidad adaptativa. ¿Se imaginan ustedes lo que sucedería si tuviéramos que razonar mucho para decidir si en determinada situación frenamos o no cuando conducimos un automóvil? Probablemente en esas situaciones es muy baja la ambigüedad, por eso los automatismos no fallan.
No sucedería lo mismo a la hora de acertar en la forma de responderle a alguien que nos lanza un insulto. La ambigüedad acerca de las características de la situación, de la gravedad del insulto, o de la adaptabilidad de la respuesta automática, ameritaría pensarlo un poco antes de actuar. El monólogo socrático, siempre presente, es necesario en ambos casos; en el primero para darle paso a una respuesta automática, pues no hay tiempo para pensarlo; en el segundo, para pensarlo dos veces antes de actuar.
La motivación humana es un proceso en el que están presentes factores distintos en etapas diferentes. El monólogo debe atinarle a todos esos factores. Tiene que ser un proceso ágil, pero rápido, que apunte en diversas direcciones: cuestionamientos acerca de las consecuencias de hacer algo, cuestionamientos acerca de la propia capacidad para hacer o dejar de hacer, cuestionamientos acerca de lo socialmente aceptable, cuestionamientos acerca de la forma de hacerlo.
Como es algo complejo, exige práctica. Lo curioso es que permanentemente lo hacemos, aunque no nos demos cuenta de ello, pero no siempre lo hacemos bien. Más vale practicarlo deliberadamente para hacerlo bien; tal vez así lleguemos algún día a tener la habilidad del que recibió en la calle un insulto de otro que le dijo “yo no saludo a un hp”, y se limitó a responderle “yo sí”, y lo saludó.
Por: Luis Flórez Alarcón
Doctor en Psicología Experimental
Email: luis@florez.info
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