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Muertes solitarias: ¿podemos murmurar una sola oración?

Por Dra. Nancy Castrillón
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Los muertos han recordado nuestra indiferencia.
Los muertos han recordado nuestro silencio.

-Tadeusz Rosewicz-

Son muchas las investigaciones que se han hecho con respecto a la soledad y la muerte en las personas mayores. Dichas investigaciones siempre van acompañadas de estadísticas, de números que condensan en porcentajes la cantidad de personas que viven solas y mueren solas a nivel mundial. Cuando leía estas investigaciones pensaba en mi madre y no concebía en mi imaginación la posibilidad de que ella llegara a morir sola; de que yo no pudiera estar a su lado en los últimos días de su vida; pensar que una mujer humilde y generosa podría llegar a convertirse en un número más de las estadísticas mundiales, me generaba una profunda pena.

Se podría llegar a pensar que escribo esto porque tengo una negación con la muerte, nada más alejado de la realidad, ya que cuando vamos sumando años de vida, obligadamente vamos sumando experiencias y conocimiento, pero también sumamos pérdidas de seres amados y queridos. Con esto tampoco quiero decir que estas pérdidas te vuelvan inmunes frente al dolor que genera la muerte, sino que te hacen tomar consciencia de que la muerte es un hecho que forma parte de todos.

La contemplación de la propia muerte

Por otra parte, tengo que confesar que, por momentos, también ha habido un pensamiento que ha hecho presencia en mi mente, y es la posibilidad de que en un futuro sea yo la que me convierta en un número más de las estadísticas de personas mayores que mueren solas. No puedo negar que me asusta contemplar esta posibilidad, porque considero que morir en soledad representa un destino que genera temor para todos. Sin embargo, por mucho que en un momento dado esta idea haya surgido en mi mente, siempre terminaba por abandonarla, porque como decía Epicuro, “dónde está la muerte, no estoy; dónde estoy, la muerte no está”; al menos así había sido hasta el momento.

Ahora todo ha cambiado y la escena imaginada de mi posible muerte en soledad ha pasado a convertirse en un evento real, y no necesariamente porque sea una persona demasiado mayor, sino porque ha llegado un virus, llamado coronavirus (COVID-19), para recordarme tanto a mi como a todos, que la muerte es la única certeza que nos acompaña, nos une y nos  iguala a todos en nuestra humanidad, ya que como dijo el poeta John Donne:

Ninguna persona es una isla;
la muerte de cualquiera me afecta,
porque me encuentro unido a toda la humanidad;
por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas;
doblan por ti.

El fenómeno de la muerte

La muerte no distingue entre razas, nacionalidades, países, fronteras, lugares, contextos sociales y culturas; creencias o estratos sociales. Ha tenido que llegar un virus invisible, no se sabe muy bien de dónde ni por qué, a recordarnos a todos que por mucho que la esperanza de vida haya aumentado considerablemente en los últimos años, gracias a los avances tecnológicos, y principalmente científicos, la muerte ha sido y seguirá siendo un fenómeno inherente a nuestra condición como seres humanos vivos, frágiles, vulnerables y finitos; y es por esta misma condición que nos alcanzara a todos en cualquier momento de nuestra existencia.

Pero, a pesar de que es y seguirá siendo consustancial a la vida, morir, y especialmente morir solo, representa un destino temeroso e indeseable, ya sea por parte del propio difunto o de los espectadores. Además, también representa un asunto ético y moral, ya que deja al descubierto las fallas que tenemos como sociedad en general,

Las imágenes de la soledad y la pérdida

Desafortunadamente apareció un virus que no esperábamos y no anticipábamos. Un virus que visualizábamos como algo ajeno y alejado de nosotros. Un virus que solo se nos presentaba como algo real a través de las películas de ciencia ficción proyectadas en una pantalla de cine o televisión.  Llegó un virus y creó un nuevo paisaje de dolor y pérdidas humanas. Un virus que transformó la ficción en una realidad cercana e inmediata, de horas, días, semanas y meses. Ahora hemos cambiado las películas y las pantallas de cine por datos estadísticos de contagiados, recuperados y fallecidos; datos reflejados y actualizados de forma permanente en nuestros televisores u ordenadores.

Ahora no solo podemos ver las imágenes de calles y ciudades solitarias, sino la desolación que acompaña a los coches funerarios o los carros militares transportando cadáveres, o pistas de hielo convertidas en morgue, para poder mantener los cuerpos de los fallecidos que no puedan ser enterrados en el tiempo que se tiene estipulado. Ahora un virus nos ha vuelto a poner en la inmediatez, pero de otra forma, ya no es la inmediatez de subir los índices económicos, o de competir, triunfar o comprar; ahora la inmediatez se reduce a las dos grandes cuestiones fundamentales que nos configuran y estructuran a todos los seres humanos: la lucha entre la vida y la muerte. Como dijo San Agustín, “todo es incierto; sólo la muerte es cierta”.

Un nuevo paisaje

Ahora muchos de los cimientos que hemos construido alrededor de los avances científicos se han removido, hasta tal punto que la fe ciega en una medicina “todopoderosa” se han erosionado y nos han colocado frente a un nuevo paisaje, pintado con el autocuidado, el aislamiento, el no contacto, la inmovilidad, el encierro, la incertidumbre y la angustia por todo lo que estamos viviendo y lo que está por venir, y que no sabemos muy bien qué es o cómo será.

Todo lo que estamos viviendo actualmente son cuestiones que ni como individuos, y mucho menos como sociedad, imaginábamos que íbamos a tener que afrontar; pero aquí estamos todos, lidiando con un virus invisible. Aquí estamos día a día debatiéndonos entre la salud y el contagio. Aquí estamos luchando con la vida y la muerte. Aquí estamos enfrentando toda una gama de sensaciones y sentimientos como el miedo, la soledad, la vulnerabilidad y la finitud que experimentan todas aquellas personas mayores olvidadas en sus casas o residencias.  Ahora “incluso la persona más sociable del mundo está entendiendo finalmente que la soledad es cosa de todos y que puede llegar a afectarnos de manera palpable, puede dolernos incluso de una forma física” (Olivia Laing).

Los rostros anónimos de la vida y la muerte

Solíamos pensar que las personas que mueren solas sufren alta pobreza o residen en zonas rurales, y nada más alejado de la realidad. Son personas que viven en áreas urbanas abarrotadas de gente con apenas lazos familiares o de amistad, y cuya ausencia en la vida diaria no se ha notado, o en el peor de los casos, son personas abandonadas completamente por sus familiares y por la sociedad en general.

Hago uso de las estadísticas. Por ejemplo, en el año 2017, en Japón murieron solas 4.777 personas, alrededor de un tercio fueron encontradas dos o tres días después de su muerte, mientras que el 10 % fueron descubiertas un mes después de su fallecimiento.  En el año 2018, en Reino Unido la soledad se convirtió en un asunto de estado, debido a que 9 millones de personas viven solas, la mitad de ellos son mayores de 75 años. Para poder hacer frente a esta situación, el gobierno creó el Ministerio de la Soledad, que se encarga de costear al día ocho funerales de personas que carecen de algún tipo de vínculo afectivo, es decir, las entierran sin amigos ni familia.

Ahora con el COVID-19 es distinto

Podría seguir citando más países con sus respectivas estadísticas, pero no tiene mucho sentido, porque si bien anteriormente, todos estos datos eran importantes, pues reflejaban una realidad social que nos pasaba desapercibida, con el COVID-19 no es así. Las estadísticas nos están tocando a todos con los nombres y los rostros de un padre, una madre, un hermano, un amigo, un hijo, una esposa, un esposo, un vecino, un compañero de trabajo o un conocido; en última instancia nos estamos encontrando con el dolor y la pérdida de un ser humano que nos conmueve en su ausencia, porque mientras haya lazos de parentesco, de relaciones sociales íntimas de amor y amistad, habrá dolor y perdida. Este es el precio y el costo que pagamos por el amor y el compromiso, que hemos construido y adquirido los unos con los otros.

Una de las preguntas ante la cual nos coloca el virus con el que estamos batallando y enfrentando cada día, y que como individuos y como sociedad estamos obligados a plantearnos es: ¿cómo vamos a lidiar con el dolor que está dejando y dejara está pandemia? Porque si bien es cierto e innegable que habrá una gran recesión económica, altos niveles de desempleo y que tendremos que afrontar y asumir una fuerte precariedad, material y económica, también es cierto que tendremos que lidiar con el dolor de la pérdida de nuestras personas queridas; con quienes no hemos tenido el tiempo y el espacio para poder compartir sus últimos deseos y pensamientos, para poder despedirnos y mucho menos para poder obsequiarles un último adiós con los rituales funerarios correspondientes y propios de cada cultura. 

Será suficiente con guardar silencio y murmurar una oración

Es muy difícil definir lo que es una buena muerte, principalmente porque esta definición depende de la compleja interacción entre las necesidades de la persona que está muriendo y las necesidades de sus seres queridos, además de las limitaciones del sistema sanitario o atención médica (Cipolleta, S.).

Por otro lado, en situaciones como la que estamos viviendo es muy difícil reflexionar sobre cuestiones como una buena muerte o una muerte digna y sin dolor. Ahora no hay espacio a nivel mental, personal y social que nos permitan detenernos en estas cuestiones; eso tocará hacerlo después. Ahora toca lidiar con la pérdida a nivel individual y social, y como está sucediendo: en soledad; en la distancia; en el confinamiento. Ahora toca bregar con el vacío, la tristeza, la depresión y la desorientación que genera la pérdida irrecuperable de un ser querido.

Esto aún no termina

Son muchas las vidas que se han perdido y desafortunadamente esto aún no termina, pero como individuos y como sociedad debemos afrontar el dolor por los que se han ido como forma elemental de la experiencia humana. Para esto podemos hacer uso de la conversación y la socialización con las personas que tenemos cerca; en nuestra cotidianidad, en nuestro confinamiento desde una mirada humana, humilde, serena y compasiva, de manera que le vayamos encontrando un sentido a todo lo que nos ha traído, nos está quitando y nos dejará este virus invisible. 

En este momento podemos considerar a cada persona, o más bien a cada uno de nuestros fallecidos, en términos de su humanidad; esto lo podemos hacer aceptando y reconociendo que las representaciones que tenemos del ser querido que ha muerto, son parte del autoconcepto que hemos construido sobre nosotros mismos; son parte de nuestra identidad. Nuestro yo se construye y se define en la interacción social con otras personas importantes (Jakoby, N.R.), y es por esto que los lazos íntimos son generalizados y complejos.

Les debemos a nuestros muertos reconstruirnos con unos nuevos cimientos

Ahora estamos obligados a reconocer no solo la muerte de un miembro de la familia, sino de todas aquellas relaciones que dejamos de lado o que estigmatizamos como, por ejemplo, la pareja de una relación homosexual, extramarital o personas que mueren del VIH (Doka, K).

Ahora podemos conocer, reconocer y llorar en el confinamiento, y públicamente, a todos nuestros seres queridos sin ningún tipo de estigma.  

Ahora los fundamentos y los cimientos sobre los que nos tendremos que sostener como individuos y como sociedad tendrán que ser otros. No sabemos muy bien cuáles, pero lo que sí está claro es que no podemos volver a los esquemas de funcionamiento que teníamos.

Cuando el otro muere, la naturaleza de lo individual se vuelve dolorosamente obvia y el duelo se convierte en un fenómeno social. Esta es una deuda que tenemos para con todos los que se han ido. No será suficiente con seguir adelante, guardar silencio y murmurar una oración pidiendo que simplemente descansen en paz. Les debemos a todos nuestros muertos una reestructuración profunda como sociedad; así mismo, tenemos una deuda pendiente con todas las personas mayores que viven confinadas en sus casas o en residencias, como muy bien escribió John Updike:

El ser humano no puede ser dejado solo.
Necesitamos otras presencias.

Necesitamos los ruidos suaves de la noche…
Necesitamos los pequeños clics y los suspiros de una alteridad duradera.

Una de las grandes lecciones que nos deja este virus imperceptible es que tenemos que volver a reestructurar nuestros vínculos sociales y colectivos; desde la presencia real y cercana, desde la compasión, la humildad y el respeto.

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3 comentarios

Marisol - avon peru 8 abril, 2020 - 12:00 pm

Muy cierto, la muerte no diferencia a nadie, todos moriremos algún día.

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Noticias.info: Un último adiós: Duelo en tiempos de pandemia – Noticias.Info | Venezuela 29 abril, 2020 - 10:04 am

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Un último adiós: Duelo en tiempos de pandemia – Motivación & Superación 29 abril, 2020 - 10:24 am

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