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Inicio Columnas¿Ángeles caídos o antropoides erguidos? Lo barato puede salir caro: el costo real del afrontamiento

Lo barato puede salir caro: el costo real del afrontamiento

Por Dr. Luis Flórez Alarcón
Lo barato puede salir caro

Un refrán popular afirma que “lo barato sale caro”. Seguramente no siempre es así, pero muchas veces sí lo es. Eso ha llevado a muchos a suponer que si algo es muy barato, entonces se trata de algo que no sirve, y al caer en la posición contraria, de valorar como bueno solo lo que es más caro.

Nuestra mente, siempre tan ocupada, evita inmiscuirse en cálculos pesados y dispendiosos, y nos conduce permanentemente a una toma de decisiones que hacemos guiándonos por heurísticos o reglas de juego bastante simples, que muchas veces nos resultan útiles, pero que también pueden resultar muy imprecisos.

Un heurístico básico que orienta nuestro consumo cuando vamos a adquirir algo, por ejemplo, puede ser “compro solamente lo que se encuentre dentro de los límites del precio que puedo pagar de contado, sin endeudarme”. Esa regla puede ser muy útil en la mayoría de ocasiones; pero en algunas puede resultar desastrosa. Es por eso que nos puede caer bastante bien incluir en nuestro monólogo socrático, entre las preguntas que nos formulamos de forma rutinaria, una que se dirija a cuestionar el valor de los costos, no tanto para evitarlos, sino para asumirlos, aunque eso pueda parecer paradójico a primera vista.

Todo lo que hacemos, absolutamente todo, tiene un costo. Nada podemos hacer gratuitamente. Si obtenemos algo gratis, es porque el costo lo pagan otros, no porque no haya costado hacerlo. Muchos viven de lo que les ha costado a otros, pues a ellos solo les ha costado lo que vale aprender el arte de apropiarse del trabajo de los demás.

Pero la intención de la presente nota no es la de alertar contra la holgazanería, ni contra los hurtos o los engaños que nos puedan hacer otros, sino contra los que nos podemos hacer a nosotros mismos en la desaforada carrera por evitar los costos. Es tan desaforada esta carrera, que ya casi no se encuentra algo que no esté “en oferta”.

El término inglés “sale” es tan vendedor que lo observamos permanentemente en las vitrinas, pues mueve a comprar todo lo que tiene “descuento”, no importa si el producto se necesita o no; lo que importa es que tiene un descuento en su precio, y eso podría ser útil cuando algún día se necesite el objeto. El señuelo es que ese valor aparentemente lo va asumir el vendedor, ahora que el producto está “en oferta”.

La conclusión sugerida por la anterior reflexión es resaltar la importancia de valorar los costos, para asumirlos, no para evitarlos, pues hacerlo no es la mejor regla que puede orientar la elaboración de buenos balances decisionales. Lo que la cultura nos enseña es a resaltar los beneficios de hacer algo. Por supuesto eso es lo mínimo en lo que podemos pensar cuando tomamos cualquier decisión; todo lo que hacemos, lo hacemos porque nos produce algún beneficio. Lo contrario sería estupidez crasa. Pero no nos enseña con igual énfasis a resaltar la importancia de los costos; por el contrario nos enseña a disimular los costos. Lo normal es que se propenda por “inflar” los beneficios y “desinflar” los costos; en ocasiones esa operación resulta tan descarada que se ha acuñado otro refrán popular para referirse a esos casos: “demasiado bueno para ser cierto”, lo que obliga a sospechar de la bondad de algunas ofertas.

Por definición, el afrontamiento adaptativo de algún reto conlleva la presencia de costos ineludibles. Si no hay costos, y no hay necesidad de esfuerzos adicionales para asumirlos, entonces es porque tampoco hay retos, ni existe creatividad o superación en lo que se está haciendo. No tienen que ser grandes retos; estoy pensando en los retos sencillos de la cotidianidad.

No se trata de retos monumentales como, por ejemplo, los que se impuso Steve Jobs, y le impuso a quienes lo rodeaban, cuando se propuso miniaturizar los computadores para hacerlos atractivos y útiles para el común de la gente, lo que fue la base del éxito de la empresa Apple. Por supuesto, los grandes logros implican grandes retos; pero no estoy pensando en esos grandes logros.

Estoy pensando en los retos de la vida cotidiana, en los retos que nos mueven a los seres humanos comunes y corrientes; retos que nos mueven a logros como los de desempeñar bien un trabajo o una labor productiva, construir una familia, o aproximarse a una vivencia feliz.

Esos logros cotidianos, menores solo en apariencia, son posibles gracias al afrontamiento, es decir, a través de la creatividad y del esfuerzo para superar los retos, por pequeños que éstos sean. Y el afrontamiento siempre tiene costos que resulta mejor encarar realistamente, sin operaciones artificiales que lleven a tratar de inflar los beneficios y desinflar los costos.

La “utilidad subjetiva esperada”, como lo plantea la teoría que lleva ese nombre, tiene sin duda una importante capacidad para mover a la toma de decisiones; pero no es recomendable que la utilidad esperada omita o devalúe la importancia y la función del costo, porque entonces la frustración va a ser inevitable a la hora de valorar los resultados de la decisión.

“No imaginé que esto me fuera a costar tanto”, “otra promesa incumplida”, o “peor la medicina que la enfermedad”, serán las conclusiones cuando se vayan a evaluar los resultados de una decisión que omita valorar realistamente los costos, y, en cambio, sí infle la expectativa de beneficios. La publicidad engañosa puede ser más perversa cuando se aplica a las decisiones cotidianas que nos vendemos a nosotros mismos, que al aplicarse a los productos comerciales que otros nos venden.

El concepto de afrontamiento adquirió gran importancia psicológica en la investigación científica acerca del estrés y de su superación. Su más citada conceptualización la proporciona el psicólogo norteamericano Richard Lazarus, quien fue profesor de la Universidad de Berkeley, y en ella enfatiza el carácter desbordante de las demandas o exigencias que el medio le plantea a la persona, en relación con los recursos que la persona percibe que posee para dar cuenta de esas exigencias del medio, es decir, para afrontarlas.

Ese carácter desbordante de las demandas del medio las puede percibir la persona de diversas formas, ej. como reto o como amenaza, lo cual la va a obligar a desplegar esfuerzos adicionales a los usuales para poder afrontarlas. No toda inversión de energía conlleva afrontamiento; permanecemos activos e invertimos energía en nuestras acciones siempre, pero afrontar implica algo más, implica resolver situaciones problema, crear, o también modificar nuestra propia situación frente a los problemas, aunque no los podamos resolver objetivamente.

No hacemos afrontamiento alguno cuando seguimos nuestra rutina diaria para preparar el desayuno acudiendo a nuestra despensa llena. El afrontamiento lo hacemos cuando trabajamos para poder surtir nuestra despensa, o cuando necesitamos desayunar pero nuestra despensa se encuentra vacía.

Es en esas ocasiones cuando realizamos acciones de afrontamiento instrumental (las que modifican la situación y resuelven el problema), o de afrontamiento emocional (las que le cambian el significado que le atribuimos a la situación y, aunque nos alivian emocionalmente, no resuelven el problema).

Son diversas las modalidades que pueden asumir ambas formas de afrontamiento. No es lo mismo ir al mercado a comprar los alimentos para el desayuno (solución autónoma), que acudir a alguien para que nos lo suministre (búsqueda de soporte social); pero en los dos casos se resuelve objetivamente el problema (afrontamiento instrumental).

Tampoco es lo mismo pensar que en la mañana siguiente se podrá tener un desayuno frugal (fantasía), que dedicarse a hacer otra cosa que impida pensar en el hambre (evitar), o pensar en que los niños de África sienten igual o peor hambre (negar el problema); pero en los tres casos se está haciendo algo que permite aliviar el malestar emocional que genera la situación (afrontamiento emocional).

Ya sabemos que no todos los problemas tienen solución objetiva, por lo cual en algunas ocasiones solo nos queda la posibilidad del afrontamiento emocional. También sabemos que modificar nuestras posiciones emocionales, siempre es parte de la solución; que resolver los problemas instrumentalmente no es suficiente para superar todas las formas del malestar que esos problemas pueden generar.

En ambos casos, ya sea al afrontarlos instrumentalmente o al afrontarlos emocionalmente, van a existir costos, pues será necesario desplegar acciones. Probablemente las mejores acciones, en términos de los resultados que produzcan, van a tener costos superiores. Incluso en los casos en que la solución del problema sea apenas una ilusión, una fantasía, o un sueño.

Pero, podemos preguntarnos, si solo fantaseamos o soñamos con las soluciones a un problema, y eso nos basta, ¿estamos incurriendo en algún costo? ¿Acaso no es cierto que soñar no cuesta nada? Yo no creo que sea así. Es muy difícil soñar con lo que no se sabe hacer; más difícil aún resulta tener eso que llaman “sueños lúcidos”.

La diferencia entre soñar de forma agradable con determinadas situaciones, en lugar de tener una pesadilla, la marca la capacidad de lo que en realidad hacemos cuando nos encontramos frente a esas situaciones en estado de vigilia, o de la forma en que las percibimos cuando nos encontramos despiertos. ¡Soñar sí cuesta!

 

Por: Luis Flórez Alarcón
Doctor en Psicología Experimental
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