Una vieja y conocida frase del filósofo, Friedrich Nietzsche, sostiene la hipótesis de que todo aquello que nos hiere y no nos aniquila, finalmente nos fortalece. Creer en esto puede ser difícil cuando nos encontramos cara a cara con la adversidad, viéndonos obligados a reconocernos como seres vulnerables ante los imprevistos y las inmensas complejidades de la vida.
Las experiencias negativas e inesperadas — como la enfermedad o la pérdida de un ser querido — producen malestar emocional porque no han sido planeadas, de manera que exigen una alta capacidad de adaptación, resistencia y fortaleza de espíritu.
Cuando la adversidad nos sorprende, lo común es que nos sintamos frágiles y desorientados, una sensación incómoda de desnudez emocional que muchas veces nos impide ver más allá del sufrimiento inmediato para apreciar la enorme fuente de oportunidades de aprendizaje que trae consigo la dificultad.
Para el filósofo español, Andrés Ortiz-Osés, la importancia de la adversidad en nuestras vidas es tal que de ella depende en gran medida nuestra capacidad de construir la felicidad.
Según Ortiz-Osés, parte fundamental de la plenitud humana es el proceso de reconocer los momentos difíciles como lecciones que nos ayudan a fortalecer la gratitud, a aprender a amar y a perdonar. Después de todo, si no conociéramos tan de cerca la adversidad seríamos incapaces de experimentar plenamente la alegría.
La buena madera no crece en tiempos de calma. Entre más fuerte es el viento, más fuertes son los árboles” — Thomas S. Monson
Cuando la dificultad toca la puerta, lo normal es que nos sintamos desprotegidos y doblegados ante ella, o indignados por reconocernos “víctimas” de circunstancias desfavorables que no creemos merecer.
Curiosamente, este esquema de pensamiento tradicional en el que adoptamos una postura de rechazo absoluto ante los problemas solo nos convierte en personas amargadas y dificulta nuestra capacidad de experimentar gratitud por las cosas buenas que nos ocurren.
En el momento en que nos quejamos y formulamos argumentos negativos para condenar nuestra situación actual, estamos dándole poder a la adversidad que tanto deseamos vencer y, al mismo tiempo, negamos nuestra condición de humanos.
En la obra filosófica La Enfermedad como Metáfora (1978), el pensador Sontag escribe: “Todos nacemos con una nacionalidad doble, una en el reino de la salud y una en el reino de la enfermedad”. De este modo, Sontag hace referencia a un principio universal imposible de derrocar: la dualidad.
Superar la adversidad es cuestión de empatía
Apreciar el lado positivo de la adversidad y aceptarla como una oportunidad para edificar nuestro carácter es posible mediante el cultivo y ejercicio de la empatía. No una empatía dirigida precisamente hacia los demás, sino hacia la experiencia de la dificultad.
Cultivar la empatía hacia la enfermedad, por ejemplo, significa aprender a pensar en ella desde adentro; sentirla como una experiencia que involucra miedo, tristeza y coraje, y no como una condición biológica que nos atormenta.
La adversidad hace que el hombre se conozca a sí mismo” — Albert Einstein
Cuando examinamos la adversidad desde sus implicaciones emocionales, sociales y psicológicas, descubrimos el modo en que vivir esa experiencia ha enriquecido nuestro espíritu y hecho de nosotros mejores personas. Aprendemos a ver la dificultad como factor constitutivo de la condición humana.
“Debemos aprender a aplicar una perspectiva más amplia de cómo las personas pueden florecer en momentos de aflicción y vulnerabilidad”, opina el filósofo Ian J. Kidd, quien hace énfasis en el efecto edificador de la enfermedad cuando se le mira con ojos dispuestos al aprendizaje y el crecimiento personal.
“Muchas personas se vuelven más amables [debido a la enfermedad], más gentiles, más afectuosas y menos egoístas”, explica. “La vida consiste en un cúmulo de cosas pequeñas, y cada uno de esos pequeños actos es una oportunidad modesta para ejercitar la virtud”.
En la adversidad, el ejercicio de la virtud descansa en mirar con los ojos del alma dejando a un lado el principio del Yo deseo.
Cuando nos desprendemos de “lo que debería ser”, nos trasladamos a la maravillosa vivencia del presente, aceptamos lo que es como nuestra única realidad y no como un accidente.
En ese momento de despertar a la magia de la vida, las dificultades dejan de ser sinónimo de dolor y malicia, ya que el sentir de rechazo hacia la adversidad pierde poder sobre nosotros.
Nos abrimos, entonces, al universo de aprendizajes que tiene para nosotros el aquí y el ahora.
Referencias: Aeon