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El motivo y la razón

Por Dr. Luis Flórez Alarcón
El motivo y la razón

Si a usted le gustan los boleros, tal vez el título que le estoy dando al tema que trataré en esta ocasión le recuerde el nombre de un bolero. Efectivamente, así es. Motivo o razón es el título de un bolero compuesto en la década de los años 60 por el puertorriqueño Esteban Taronjí González. Puede tararearla mentalmente; para ayudarle le recuerdo un párrafo de la letra de esa canción: “Para quererte yo tengo un motivo, para adorarte tengo una razón. Quizás para odiarte será mi castigo, queriendo olvidarte no tenga valor”. ¿Ya la recordó? Con frecuencia los compositores musicales son unos verdaderos filósofos, pensadores que nos transmiten de forma poética ideas profundas, racionales o irracionales, que suelen constituirse en moldes que inspiran lo que pensamos en ocasiones trascendentales de la vida.

El compositor acierta plenamente cuando llama “motivo” a las situaciones que aparentemente nos conducen a sentir y actuar, denominando “razón” a las verdaderas causas que nos llevan a profundizar esos sentimientos y esas acciones. Lo anota con toda claridad cuando se refiere a que puede existir el motivo para odiar a alguien, pero no lo hacemos porque nos falta el valor, es decir, la razón para odiarlo. Tal vez la razón que construimos irracionalmente nos conduce a otros sentimientos, por ejemplo de esperanza en lugar de odio. Podría alguien decirse, por ejemplo, “Sí, me maltrató intensamente, pero fue algo pasajero, ya cambiará”. El motivo para alejarse existe realmente (“Me maltrató intensamente”), pero la razón para quedarse también existe, aunque no necesariamente en la realidad objetiva, sino en la realidad construida subjetivamente por la persona en su pensamiento (“Fue algo pasajero, ya cambiará”); así sucede, por ejemplo, cuando alguien “piensa con el deseo”. Lo que era objetivamente un motivo para odiar se ha transformado en una razón para apegarse y esperar, todo por obra y gracia de una razón subjetiva, de cuestionable respaldo en los hechos y de muy cuestionable lógica (alguna vez me referiré al odio como sentimiento válido y su transformación en sentimiento enfermizo).

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El asunto es muy interesante porque siempre, de forma explícita o implícita, argumentamos razones para todo lo que hacemos. Los motivos suelen ser hechos realmente existentes, dentro o fuera de nosotros mismos, que generan necesidades y disparan el proceso de producción de argumentos para hacer o para dejar de hacer algo; son hechos, o percepciones de hechos, que nos colocan en estados de ambivalencia acerca de hacer o no hacer algo. Pero esos motivos, en tanto que solo funcionan para iniciar un proceso de evaluación conducente a la acción, no son la causa real de lo que hacemos; si así fuera, todos nos comportaríamos de idéntica manera ante una misma situación (ej. todos beberíamos agua cuando sentimos sed; sabemos que cada persona piensa diferente acerca de la forma cómo puede satisfacer su motivación para aliviar la sed).

Es preciso buscar las causas de las acciones en las razones, no en los motivos; todos los seres humanos tenemos motivaciones similares de carácter universal (sed, hambre, sexo, autonomía, logro, poder, etc. etc.) que satisfacemos de maneras muy diferentes. La diferencia está en las razones por las cuales actuamos; ellas constituyen la esencia del proceso motivacional que dirige al comportamiento en determinada dirección, que puede ser muy variable ante una misma motivación. Y esos argumentos (o razones) se constituyen igualmente en las verdaderas causas de nuestros sentimientos, no solo de nuestras acciones; pero eso lo hacen casi siempre de forma implícita, no de manera explícita. Me refiero a una forma explícita cuando somos conscientes de esas razones, cuando las mismas son deliberadas. Por el contrario, me refiero a la forma implícita cuando no somos conscientes, cuando las razones no son deliberadas, sino automáticas.

En algunas ocasiones, las razones son verdaderas, mejor dicho, razonables; se producen en respuesta a percepciones nítidas de la realidad, libres de distorsiones, utilizando argumentos también libres de distorsiones y construidos con una correcta lógica. En otras ocasiones, son razones de muy dudoso valor, mejor dicho, irracionales. Es curioso, hay razones que incorporan argumentos llenos de distorsiones, o producidos por una lógica incorrecta. En otras ocasiones más, son razones completamente falsas, carentes de toda veracidad porque se refieren a motivos inexistentes, aparentemente inventados por el que los percibe, por lo cual su existencia solamente ocurre en nuestra mente, no tiene lugar en la realidad objetiva.

Esto se convierte en un asunto algo complejo; los motivos casi siempre existen, rara vez son inventados, aunque sí muchas veces se basan en percepciones distorsionadas de algo; lo que se inventa una persona no es el motivo, como suele pensarse; lo que se inventa es la razón, razón que no siempre es razonable, peor aún si parte de una percepción distorsionada y, muy grave, casi esquizofrénico, si parte de hechos inexistentes por completo. Algo grave debe estar ocurriendo en la realidad, porque con frecuencia se escucha decir que alguien inventa un motivo para actuar. Buena parte de la solución puede empezar a encontrarse si diferenciamos entre motivo (estímulo externo o interno), percepción del mismo (recuerden el famoso “no es lo que te imaginas”), y razón que justifica a la acción (recuerden el famoso “lo hizo bajo un estado de ira y profundo dolor”).

Le he dado a esta columna, que aparecerá periódicamente en Phronesis, el título general ¿Ángeles caídos o antropoides erguidos? Lo hago con interrogación porque en la vida frecuentemente nos exigimos comportarnos según un deber ser construido artificialmente por argumentos irracionales, o porque desestimamos la naturaleza de la herencia biológica, inspirados en una falsa naturaleza angelical atribuida a los seres humanos, no porque dude acerca de la respuesta a la pregunta, que ya nos la han suministrado muchos sabios pensadores.

Ser antropoide erguido significa que el pensamiento, para poder ser la guía permanente de todas nuestras acciones, nos obligó a caminar sobre dos soportes, no sobre cuatro, pues la bipedestación constituye un requisito para llevar la cabeza en alto, la vista al frente a fin de percibir la realidad y las manos libres para poder afrontarla. Sin embargo, ese pensamiento no siempre es un guía fiel y objetivo; con frecuencia se convierte en un guía infiel y mentiroso. De esa forma, el pensamiento, que es el mejor aliado del ser humano, la máxima producción del antropoide erguido, se puede transformar en su peor enemigo. Más grave aún, no lo hace esporádicamente; sucede con mucha frecuencia que se convierta en un enemigo que transforma en desagradable lo que califica para ser agradable, en grato lo que califica para ser detestable o en insoportable lo que apenas califica para ser doloroso.

Así, aunque siempre miremos al frente, no siempre percibimos la realidad como verdaderamente es, ni las manos se encuentran libres, pues están sujetadas por la irracionalidad. La bipedestación es solo un requisito que nos permitió ser humanos. La racionalidad es otro requisito indispensable que, a diferencia de la bipedestación, no nos viene dado por la herencia genética, sino que necesitamos aprenderlo permanentemente. La herencia nos suministra unos lóbulos frontales en nuestro cerebro que hacen posible la racionalidad, pero esa función la podemos ejercer de maneras muy diversas. Así como el mal ejercicio de la bipedestación puede acarrearnos problemas que vayan más allá de un feo estilo para caminar, lo más seguro es que el irracional ejercicio de la cognición nos produzca serios inconvenientes en nuestras vidas. Posiblemente usted, visitante de Phronesis, tiene mucha familiaridad con este concepto. La pregunta que surge es ¿cómo practica usted la racionalidad?

La intención de la columna ¿Ángeles caídos o antropoides erguidos? es analizar las motivaciones humanas a la luz de algunos principios científicos acerca del proceso motivacional, mirando este proceso desde una perspectiva teórica de corte cognitivo. Se trata de un enfoque que coloca el pensamiento en el lugar de causa próxima más cercana de nuestras acciones y de nuestros sentimientos, con la inmensa ventaja de que es una causa próxima que podemos llegar a aprehender y a modular con algún grado de control efectivo, ejercido por nosotros mismos. Eso significa que la anhelada autonomía de nuestras acciones y sentimientos puede estar a nuestro alcance, en función del ejercicio que hagamos de la racionalidad, a pesar de las limitaciones y de las determinaciones externas.

La decisión aparece en este escenario como el terreno en el que se libra la batalla cotidiana entre la racionalidad y la irracionalidad. Tal vez sorprenda observar que los hechos que antes eran impensables ahora se convierten en materia de decisión. Alguien decide tener o no tener una pareja de su mismo sexo, abortar o no abortar e, incluso, la política antidrogas empieza a transformarse en un asunto de decisiones: los ciudadanos deciden consumir o no una sustancia. Las decisiones subyacen a lo que es esencial en el proceso motivacional humano: hacer o no hacer. El asunto a analizar aquí es si los argumentos en los que basamos nuestras decisiones o resolvemos nuestras ambivalencias tienen suficiente racionalidad; esos argumentos se refieren a nuestras expectativas, a nuestros balances, a nuestras atribuciones. ¡Vaya tarea tan importante y tan productiva que resulta ser esto de reflexionar acerca de la racionalidad inherente a nuestros pensamientos!

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1 comentario

Caco Martín 20 abril, 2022 - 12:35 am

Brillante apunte sobre motivo y razón. Mil gracias por compartirlo.

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