El emperador romano, Marco Aurelio, ha sido recordado siempre por sus biógrafos como un hombre extremadamente sabio y justo, así como un excelente estratega militar.
Su hijo y sucesor al trono, Cómodo, ha sido descrito en cambio como un joven déspota, caprichoso, poco virtuoso y con muy escasas cualidades de liderazgo para gobernar una nación — o para gobernarse a sí mismo —.
Los estudiosos concuerdan en que la decisión de Marco Aurelio de ascender a su hijo al trono a pesar de sus carencias personales fue una desgracia para Roma. De hecho, la historia se presta para un análisis profundo acerca de cómo el amor desmedido de la paternidad puede enceguecer hasta las mentes más lúcidas y conducir a pésimas decisiones con tal de garantizar la “felicidad” de los hijos.
Para el filósofo Gregorio Luri, es de padres sensatos elegir mil veces enseñar a los hijos a superar las frustraciones inevitables de la vida que hacerles creer que es posible un mundo libre de decepciones.
“Tenga usted un hijo feliz y tendrá un adulto esclavo, o de sus deseos irrealizados o de sus frustraciones”, explica Luri en una entrevista realizada por el diario ABC.
“Estamos creando niños muy frágiles y caprichosos, sin resistencia a la frustración y, además, convencidos de que alguien tiene que garantizarles la felicidad”, continúa.
Por supuesto, los conceptos de felicidad e infelicidad a los que se refiere Luri no son iguales a los que se manejan en un entendimiento general de la terminología, y mucho menos ante los ojos de la paternidad devota.
De acuerdo con el filósofo, la felicidad que pretendemos dar a nuestros hijos está muy mal entendida y pésimamente encausada, ya que nace de un rechazo a la naturaleza de la vida. No estamos enseñando a los niños a amar y respetar la vida a pesar de sus dificultades, les estamos enseñando a detestarla porque es “injusta, tacaña y austera”, y a buscar por todos los medios formas de escapar de las circunstancias en lugar de enfrentarlas.
Los padres que se dedican a construir una vida perfecta para sus hijos están criando, en realidad, niños esclavos de una idea dañina de lo que significa ser feliz. La felicidad entendida como el placer inmediato y permanente a cambio de la negación de la adversidad.
No estamos enseñando a los niños a amar y respetar la vida a pesar de sus dificultades, les estamos enseñando a detestarla porque es “injusta, tacaña y austera”
Para Luri, el error está en procurar la felicidad de los hijos a pesar de todo y delegar a segundo plano el desarrollo de sus capacidades.
La complacencia extrema que adoptan algunos padres con tal de proteger a sus hijos del “lado oscuro” de la vida hace de ellos la previa de adultos inútiles, ya que aprenden a depender de la felicidad para ser individuos funcionales y en el momento en que experimentan ausencia de placer se encuentran a sí mismos ante una desgracia metafísica.
Nos equivocamos al darles todo y velar por un estado de alegría permanente, dice Luri, porque cuando salgan al mundo real la sociedad no va a medirles por su grado de felicidad, sino por aquello que sepan hacer, por las virtudes que hayamos cultivado en ellos.
No prepares el camino para el niño, prepara al niño para el camino
La palabra educar proviene del latín ex ducere y significa “sacar o conducir desde adentro hacia afuera”.
La misión de los padres debe ser guiar a sus hijos para que descubran y desarrollen sus potencialidades internas.
Cuando los padres actúan de forma sobreprotectora con sus hijos están llenando un vacío personal
El deber parental primario consiste en velar por suplir las necesidades esenciales de todo niño: salud física y emocional, amor y protección, pero ninguna de estas necesidades exige otorgar placer permanente como premisa indispensable para criar niños sanos y plenos.
Esta creencia proviene a menudo de un impulso egoísta por parte de los padres o tutores, que buscan llenar un vacío personal quizás derivado de carencias afectivas durante su propia crianza.
Para la pedagoga y escritora Eva Bach, cuando los padres actúan de forma sobreprotectora con sus hijos están llenando un hueco emocional privado y salvaguardando un deseo egoísta: el de no romper el hilo que los une a sus hijos porque son “lo más grande que les ha pasado en la vida”.
“Debemos decir a nuestros hijos: ¡Atrévete!”, dice Bach, porque de otro modo los estamos criando para convertirse en “personas poco útiles para la vida”.
Convertimos a nuestros hijos en esclavos cada vez que deformamos el camino para que se acople mejor a sus pasos. En esta equivocación — que confundimos con una demostración de afecto — les arrebatamos la oportunidad de fortalecer su espíritu y potenciar al máximo sus habilidades, al mismo tiempo que los preparamos para depender de los demás toda la vida.
“No queremos hijos infelices”, aclara Luri. “Lo contrario de la felicidad no es la infelicidad, es la realidad. Hay que asumir la complejidad del mundo, desarrollar nuestras capacidades más altas”.