Hay tres ranitas sobre una piedra y una decide brincar. ¿Cuántas ranitas quedan sobre la piedra?
Cualquier respuesta es correcta. Quedan tres (porque la que decidió brincar todavía no lo ha hecho), quedan dos (porque efectivamente la que decidió brincar lo hizo), queda una (porque la que decidió brincar lo hizo y otra decidió imitarla), etc. La intención de hacer algo, plasmada en la decisión explícita de hacerlo, nos aproxima a la acción efectiva, pero no hay una operación automática que garantice que toda decisión nos conducirá a una acción.
Entre la intención y la acción existe una brecha que, si no se rellena de algún modo eficiente, hace que la intención se pierda en el camino, que no conduzca a ninguna acción y se convierta en vana palabrería. Una expresión popular lo afirma cuando se dice que “del dicho al hecho hay un largo trecho”. La autorregulación es la llamada a cerrar esa brecha.
La intención de hacer algo es la expresión más usual de toda decisión. Esa intención es, la mayoría de las veces, implícita, pero también las decisiones implícitas que se toman de manera automática debieron ser, en algún momento, explícitas.
De manera automática, por ejemplo, tomamos la decisión de abordar el autobús que nos acerca más al sitio al que nos dirigimos y repetimos esta acción día tras día sin que exista alguna deliberación explícita. Si en algún momento descubriéramos una ruta mejor, entonces tomaríamos la decisión explícita de viajar siguiendo la nueva ruta y cambiaríamos nuestros planes para poner en marcha esta nueva decisión (dirigirnos a la parada de la nueva ruta). No obstante, el resultado final sería que la nueva decisión volvería a convertirse en una rutina automática de decisiones implícitas, algo que haríamos, una vez más, día tras día.
Para poner en práctica la intención (para “brincar” en el ejemplo de la ranita) es necesario adoptar un plan, algo que técnicamente se conoce como “intención de implementación”. Siguiendo el ejemplo del autobús, el plan sería dirigirnos a una parada en la cual podamos abordar la nueva ruta elegida. Si la parada de la nueva ruta está más lejos de nuestra casa que la de la ruta anterior, ahora tendremos que salir más temprano para no llegar tarde a nuestro destino, ese es uno de los costos de la nueva ruta y tendremos que ponerlo en la balanza junto a los beneficios (por ejemplo: la nueva ruta tiene más cupos disponibles para viajar sentado, o en ella viajan más personas conocidas con las que me gusta encontrarme). La evaluación de los pros y contras es una herramienta útil para llegar finalmente a la decisión explícita de utilizar o no la nueva ruta.

El ejemplo anterior parece bastante sencillo y fácil de implementar. Otras situaciones cotidianas pueden ser más complejas, pero la dinámica sigue siendo la misma.
Hoy, mientras leía el periódico antes de escribir esta nota, me encontré con un artículo titulado: “La infidelidad masculina vista por la ciencia”. En el texto, se resume la evidencia científica que se dispone del tema y se abre el diálogo a la cuestión de si la infidelidad en el hombre es un asunto de índole genética e inevitable o si, por el contrario, se trata de algo que está más sujeto a las decisiones personales, la cultura y la psicología (ver http://www.eltiempo.com/estilo-de-vida/salud/infidelidad-masculina-segun-la-ciencia/16599503).
Por tratarse de un artículo “ligero” escrito por un periodista y publicado en un diario y no de un artículo “pesado” escrito por un especialista que se publica en una revista científica (ej. un meta-análisis sobre el tema de la infidelidad masculina), puedo tomarlo para ilustrar una situación cotidiana.
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Supongamos que un hombre que le ha sido infiel a su esposa le pide luego que lo acepte así, a pesar de su conducta, argumentando que él tiene “toda la intención” de serle fiel, pero sus genes le impiden cumplir este propósito. A pesar de todo, él dice amarla inmensamente.
Supongamos también que la esposa, en línea con algo de lo propuesto en el artículo que cité, le dice a su pareja que “No escogemos nuestro bagaje genético, pero sí podemos controlar las emociones y los impulsos que genera”, insinuándole que se puede superar la carga genética si se pone en práctica alguna estrategia a favor de la fidelidad, de la misma manera que una carga genética a favor de la hipertensión arterial puede superarse poniendo en práctica alguna estrategia nutricional y de actividad física.
Tal vez la esposa simplemente le diga a su pareja: “Tienes la intención de serme fiel, pero no tienes la fuerza de voluntad necesaria para cumplirla. De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, mejor me separo de ti, pues no creo en tus buenas intenciones”.
Si la pareja del ejemplo se decide por la búsqueda de un camino de cambios que le permita salvar la relación, tal vez un primer paso sería adoptar otra denominación para lo sucedido y, en lugar de “infidelidad”, referirse al comportamiento como “relación extraconyugal”, modificando de entrada el impacto generado por el anclaje de las palabras, tal como lo analicé en una nota anterior de esta misma serie (ver el siguiente enlace: http://www.elartedesabervivir.com/programas-especiales/angeles-caidos-o-antropoides-erguidos/Infidelidad-o-relacion-extraconyugal-El-anclaje-de-las-palabras).
La tarea que seguiría para esta pareja, en línea con el camino sugerido por la cultura y la psicología (y en contravía de lo sugerido por la línea genética), sería encontrar las “intenciones de implementación” o planes específicos para cerrar la brecha que existe entre el dicho (tener la intención de ser fiel) y el hecho (ser fiel).
La “fuerza de voluntad” queda reducida en esta nueva visión a la existencia o ausencia de planes realistas de acción (susceptibles de implementación por parte de los implicados) para que dichos planes permitan hacer más probable el “evitar las relaciones extraconyugales” y hacer más creíbles las “buenas intenciones” de fidelidad. Tal vez este resultado siga pareciéndole imposible a la parte ofendida, pero será aún menos posible si se carece de dichos planes o intenciones de implementación específicas. Lo contrario sería decidirse por el camino del “todo o nada”, y la claudicación sería el resultado inmediato más probable.
Autorregularse es, en este análisis, un proceso de encontrar intenciones de implementación específicas que sean válidas en términos de probabilidad e inmediatez para la consecución de logros a corto plazo y que permitan aproximar al individuo a un resultado más amplio, propuesto en la meta a mediano o largo plazo. Esas intenciones específicas han de asumir la forma de planes que sean susceptibles de una rápida e inmediata implementación con el fin de acceder al resultado esperado, es decir, la intención general plasmada al inicio (dirigirnos a la nueva parada o ser fiel).
El termostato que controla un calentador de agua es un ejemplo ilustrativo de un proceso autorregulador. Si el agua está fría, el sensor del termostato enciende el calentador; si el agua está caliente, el sensor lo apaga. Se trata de un proceso de feedback negativo donde el elemento controlador (el sensor) actúa en dirección contraria para regular el proceso con el fin de mantener el agua caliente dentro de ciertos límites de temperatura. La “intención de implementación” del termostato es un proceso del tipo “Si — Entonces”. Si el agua está caliente, entonces apago; si el agua está fría, entonces enciendo.
En la psicología de la motivación humana, para poner en práctica un comportamiento que ya se ha decidido y que está presente en la intención de actuar del sujeto, la clave de la autorregulación consiste en encontrar el equivalente del termostato, en otras palabras: el plan de implementación apropiado.
La fuerza de voluntad no es una entelequia presente en algún lugar del fondo del alma, esa entelequia no existe. La fuerza de voluntad, que introduce el orden en el caos desordenado del comportamiento, se hace presente si se encuentra el mecanismo de feedback apropiado. Así lo sugiere el experto en robótica y neurofísica William Grey Walter en su libro El Cerebro Viviente cuando cita un verso que afirma: “Dijo un pescador de Niza, así fue nuestro comienzo. Del caos surgió el feedback, y Adán y Eva con su parte”. Los robots de Grey Walter eran tortugas sencillas que se comportaban ordenadamente aplicando principios elementales de inteligencia artificial, no eran siquiera los complejos drones contemporáneos.
Unos principios similares, ahora de inteligencia natural (como los principios de feedback que regulan la fisiología del cuerpo), pueden aproximarnos al logro de resultados relacionados con valores muy apreciados, como la fidelidad, la honestidad o la solidaridad.
Es tarea del monólogo socrático encontrar las respuestas a las preguntas claves acerca de las intenciones de implementación. Cuestionarse acerca del qué (cuál comportamiento), el cuándo, el dónde, el cómo o el cuánto puede ser más útil para construir planes objetivos que cuestionarse acerca del incierto por qué del comportamiento, donde siempre llegaremos a conclusiones que mezclan nature con nurture (la naturaleza y los genes con la crianza y el aprendizaje).
Acudimos a la incierta “fuerza de voluntad” para pseudoexplicar por qué logramos llevar a la práctica algunas decisiones y no logramos poner en práctica otras. Puede ser riesgoso el esfuerzo por entender la voluntad en términos distintos al de “fuerza de voluntad”, pues no se trata de negar su función sino de modificar su comprensión — que tradicionalmente se ha dado en términos filosóficos — para pasar a comprenderla como autodeterminación en términos psicológicos de motivación humana.
Así, la fuerza de voluntad es parcialmente intercambiable por la presencia o la ausencia de un plan en la fase de preacción del ciclo motivacional. El “plan” surge como un mecanismo fundamental para que haya un proceso de regulación autodeterminada en cualquier acción humana, pues se convierte en esa especie de “termostato” que suministra el feedback requerido para el control y hace más probable que una decisión deje de ser un camino conducente al infierno de las buenas intenciones, las cuales son similares a esas “decisiones” que se toman el 31 de diciembre a medianoche.